
“Por tanto, amados míos, como siempre habéis obedecido, no como en mi presencia solamente, sino mucho más ahora en mi ausencia, ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por Su buena voluntad.” Filipenses 2:12-13
Este pasaje de Filipenses nos ofrece una profunda instrucción en el camino de nuestra vida cristiana. Pablo se dirige a los creyentes en Filipos con un amor paternal, recordándoles la importancia de ocuparse de su salvación con un temor reverente. Aquí, “ocuparse” no implica un esfuerzo por ganar la salvación; más bien, nos recuerda que nuestra salvación es un regalo precioso de Dios, un legado que debemos cuidar con la mayor diligencia. El temor y temblor de que habla Pablo no son un temor que asusta, sino una admiración reverente por la grandeza y la gloria de nuestro Dios. La salvación que hemos recibido no es algo trivial; es la obra maestra de Dios en nuestras vidas. Por lo tanto, debemos cuidarla como un tesoro, manteniéndola viva y activa en nuestras almas. En Mateo 22:37, se nos instruye a amar a Dios con todo nuestro corazón, alma y fuerza. Esto significa que hemos de valorar nuestra relación con Él, dedicando nuestras energías y recursos a esa búsqueda apasionada de Su gloria.
Pero, ¿cómo lo hacemos? La clave está en ser obedientes a la voluntad de Dios en nuestras vidas. Romanos 12:2 nos exhorta a no conformarnos a este mundo, sino a ser transformados mediante la renovación de nuestro entendimiento, para discernir cuál es la buena, agradable y perfecta voluntad de Dios. Esta transformación requiere esfuerzo y diligencia. No podemos ser fieles a medio tiempo; la obediencia a Dios debe ser plena y apasionada. Si Dios te ha llamado a liderar, hazlo con fervor. Si te llama a mostrar misericordia, hazlo con alegría. Si te invita a contribuir, hazlo generosamente, como nos enseña Romanos 12:8. La sola presencia de Dios en nuestras vidas es un poderoso recordatorio de que nuestra perseverancia es fundamental. La Escritura nos dice que Dios es el que opera en nosotros tanto el querer como el hacer de Su buena voluntad. Esto implica que no estamos solos en nuestra lucha; Él está con nosotros, obrando y motivándonos a vivir para Su gloria. Así, nuestra labor en la fe no es en vano, sino que es fruto de Su soberanía en nosotros.
Cristo murió por nosotros, entregándose a la cruz, y al hacerlo, nos liberó de la esclavitud del pecado. Pero este sacrificio no fue solo para nuestra redención; fue para que nos reconciliáramos con el Padre y convirtiéramos nuestras vidas en un testimonio de Su gloria. Debemos ser un pueblo celoso por buscar la gloria de Dios en todo lo que hacemos. Cada aspecto de nuestras vidas debe reflejar nuestra dedicación a agradar al Santo de Israel, y así ser santos como Él es santo (1 Pedro 1:15). Recordemos que esto es lo que realmente agrada a nuestro Señor: Cristo murió para que viviéramos plenamente para Él. Jonatán Edwards, un gran predicador del pasado, nos recuerda que debemos vivir con todas nuestras fuerzas, buscando la honra y gloria de nuestro Creador en cada paso. No seamos como aquel siervo perezoso y malo de Mateo 25:24-30, que trató de justificar su inacción y desobediencia. No caigamos en la trampa de buscar excusas para no hacer lo que Dios nos demanda. En Su amor y soberanía, Dios nos ha proporcionado todo lo necesario para servirle con dedicación.
Hermanos, ocupémonos de nuestra salvación con temor y temblor, sabiendo que Dios es el que produce en nosotros el deseo y la capacidad para hacer Su voluntad. Que nuestra vida sea una expresión de adoración y obediencia, reflejando la gloria de Aquel que nos ha llamado a Su Luz admirable. Que nuestras vidas, llenas de celo y dedicación, sean un homenaje continuo a Su majestad y soberanía.
Mensaje de Angie Ariza Eguis
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